Un vacío
constante que hay que llenar con palabras dichas al oído desde dentro,
sin voz,
sin
forma,
solo
como una idea que se enhebra como hilo de plomo en la sangre
y te
hace temblar los dedos.
Todas
las palabras no dichas, que no nacen,
se
pudren como hojas de un bosque seco,
volviéndose
polvo,
creando
un pequeño desierto donde se ahogan las que pretendían nacer luego.
Mi
cabeza es un saco de arena aturdido,
un palo
de lluvia con secos sonidos que los distraídos denominan palabras,
pocas
palabras.
Me ahogo
con ellas y olvidé como llorarlas.
Olvidé
como exprimirlas y sacarlas en gotas de mis uñas.
Olvidé
como tenderlas en la tela blanca.
¿Lo
olvidé?
¿O acaso
nunca he sabido hacerlo?
Porque
me aterran mis lienzos de garabatos negros,
las
torpes líneas que pretendían ser grandes mándalas de un dolor desconocido para
el mundo.
Dolor de
muela o de huesos en crecimiento, no pasa de ser eso.
Quiero
limpiar mi casa de palabras muertas,
abrir
las ventanas a esta primavera,
dejar
que el sol se lleve los últimos miserables espantos que nunca supieron aullar,
y llenar
las paredes de palabras nuevas,
bellas
como gemas de fuego frío, de viento contenido en agua,
palabras
simples, elementales,
componiendo
ideas fulgurantes
que hacen
eco en esos otros yo que habitan en cada minúsculo rincón del universo,
fuera de
mi piel,
lejos de
mi misma.
No serán
las mías,
que
ahora callan.
Se saben
desafinadas, desordenadas, desarraigadas.
Callan y
prefieren escuchar el alborozo de la hierba,
el
galopar de un caracol o el rumor de las gotas de sol sobre las ventanas.
Saben
que ostenta más sentido el errático deambular de una nube,
que sus
formas entintadas en una página blanca.